Yo creía que el amor era llorar por las noches, desesperanzada y sufriendo, echando de menos. De hecho, yo creía que el amor era echar de menos. A quien nunca se tuvo, y a quien nunca estuvo ahí como querías. Yo creía que el amor eran mil noches de miradas escondidas, sonrisas secretas, algo oscuro y que nadie conocería, algo que no se podría gritar a los cuatro vientos.
Y de repente, llegaste tú. Para dejar de enredarme las lágrimas y taparme por las noches con el edredón. Para sentarte en una silla y mirarme mientras tengo fiebre en la cama. Para devolverme algo de luz a los días oscuros (algo, que es toda la luz). Y aquí estás tú, para enervarme con tus ideas locas, y aceptarme la mía (la locura, que es mucho más fuerte), para sonreírme cuando lloro, y decirme que es cuando estoy más guapa. Cuando me tiembla el pulso, ahí me sostienes. Y es que nunca habría creído que sonreiría al llegar a casa y ver que alguien ha lavado los platos, y mucho menos creía que iba a llorar de felicidad al pensar en esos pequeños detalles, tan tontos, tan simples. Ni que pensaría en cómo hacerle más fácil la vida a nadie, y en cómo no despertarme nunca a hacer el café, en mi egoísmo mañanero, siguiendo ahí en mis mundos de edredón mientras la habitación se llena de tu olor. De hecho, jamás creí que podría volver a ver el café como algo tan sencillo, tan bonito. Creí que odiaría todo lo que fuera escribir en un ordenador mis sentimientos. De aquí a la eternidad. Y no, tú no me dejas que me caiga en eso.
Eres todo lo que habría soñado, si hubiera tenido siquiera la capacidad para imaginarte un poco, para acercarme a algo tan grande.
No sé si lo nuestro es el amor más loco, pero desde luego, es el más sano. Y yo, por mi parte, te amo, locamente. Sin complejos, sin peros, sin por qués. Te quiero porque eres. Te quiero porque existes. Te quiero porque haces que mi vida vuelva a tener sentido.
Y gracias, gracias por hacerme cafés por las mañanas.