Entré
en su habitación impecablemente ordenada. Normal, era viernes. Yo le
había pedido muchos viernes, no quería jueves ni sábados de
borrachera. Ni quería amanecer deprisa entre semana. No quería, ni
mucho menos un domingo: los domingos son para entrar en mis sábanas
y hablarte desde ahí. Me senté en su cama. Quería que la película
fuera larga, para que se acercase nuestra hora más fácilmente, pero
al final escogí esa magnífica película porque no la habías visto
y yo quería ver ilusión en tus ojos. El humo del cigarro se
difuminaba poco a poco mientras se extinguían las últimas palabras
"-Pourquoi
moi?
-Parce
que tous les
autres m'ennuient, que tu es différent."
Creo
que nos había atrapado el francés, porque habíamos soportado la
película estoicamente, sin apenas rozarnos. Te suspiré cerca de la
boca, con ilusión por si mi elección había sido la correcta. No
tuve tiempo de saberlo, porque entonces tus suspiros se adentraron en
mi garganta y gruñiste como ya lo habías hecho antes. Me arañaste
ligeramente con la muñequera negra en la espalda. Y gemí
inevitablemente, y se convirtió en sudor. Noté el roce de tus uñas
entrando por mi camiseta, alzándose a mi espalda. Te cogí del pelo,
apoyándome sobre tu cabeza. Tus rodillas entreabrieron mis muslos, y
me alzaste a un vuelo infinito, por encima de ti. Me senté sobre tus
piernas y abracé tu espalda con las mías. Seguía perdida entre tu
pelo y no parabas de gemir muy dentro de mi. Nos sobraba ropa.
Recorrí lentamente tu espalda mientras los besos se convertían en
salvajes selvas de fuego. Llegué a tu vientre y mi mano aún estaba
fría para el calor de tu torso, recorrí cada vez más deprisa cada
uno de los botones de tu camisa para descubrir tu camiseta debajo, la
aparté separando mis labios de los tuyos, mirándote con la boca
torcida.
Tus manos arrancaron mi camiseta, dejándome vulnerable ante ti. Pero aún estábamos muy pegados para eso. Tu camiseta voló por encima de tu cabeza y volví a enredar mis manos en tu pelo, queriéndote despeinar (más aún). Y me levantaste tú, y te levantaste tú, conmigo enredada en tu espalda, soltaste un murmullo y me sujetaste contra la pared. "Estas paredes aguantan lo que sea", gemiste. Tenías demasiada ropa para estar yo tan descalza. Enredaste tu mano en mi falda (la que te gusta) y recorriste el interior de mis muslos, hasta llegar a tus fetiches. Desabroché tu cinturón con demasiada prisa mientras recorrías mi cuello con tu lengua. Lo necesitaba tanto. Sonó tu cinturón al caer al suelo junto con tus pantalones, elevaste las piernas, levantándome aún más, elevándome hacia el cielo para salir fácilmente del enredo de tus vaqueros. Desabrochaste mi sujetador mientras recorrías con las manos mis muslos, mi vientre, mi pecho, mi pelo, como cien manos que no paraban de acosarme en un infierno placentero. Notaba el calor de tu entrepierna clavarse en mi muslo.
Y cuando tus besos culminaron en mi pecho, entre lamidos y mordiscos, entraste en mí sin desnudarme entera. Y en cada embestida sonaban los golpes contra la pared ahogados pos nuestros gemidos. Diez, veinte, treinta. Y me tiraste en tu cama de nuevo, para regocijarte en mi. Recorrías tan lento cada parte de mi anatomía, pasabas rozando mi pecho, tocándome demasiado poco, hasta que llegaste a mi secreto y penetraste con tus dedos durante unos segundos, una y otra vez. Y bajaron tus besos mientras mis gemidos se magnificaban en el silencio de la noche. Dos veces, hasta que atendiste a mis súplicas. Y entonces te volví a suplicar, cuando no me embestiste sino que decidiste entrar en mí, tres, cinco, siete veces, muy lentamente. Y, a punto de explotar, te decidiste a parar. Y otra vez más súplicas. Pero me decidí a hacer que fueras tú quien no pudiera parar, y mientras mi lengua recorría tu vello y llegaba al placer infinito, gemías suplicándome tú. Succión, lengua, lengua. Y cuando decidiste que no podía seguir follándote con mi boca, decidiste que el cabecero se llevase el resto. Nueve embestidas después los dos explotábamos a la vez, mientras se apagaban las farolas y empezaba a amanecer.
Tus manos arrancaron mi camiseta, dejándome vulnerable ante ti. Pero aún estábamos muy pegados para eso. Tu camiseta voló por encima de tu cabeza y volví a enredar mis manos en tu pelo, queriéndote despeinar (más aún). Y me levantaste tú, y te levantaste tú, conmigo enredada en tu espalda, soltaste un murmullo y me sujetaste contra la pared. "Estas paredes aguantan lo que sea", gemiste. Tenías demasiada ropa para estar yo tan descalza. Enredaste tu mano en mi falda (la que te gusta) y recorriste el interior de mis muslos, hasta llegar a tus fetiches. Desabroché tu cinturón con demasiada prisa mientras recorrías mi cuello con tu lengua. Lo necesitaba tanto. Sonó tu cinturón al caer al suelo junto con tus pantalones, elevaste las piernas, levantándome aún más, elevándome hacia el cielo para salir fácilmente del enredo de tus vaqueros. Desabrochaste mi sujetador mientras recorrías con las manos mis muslos, mi vientre, mi pecho, mi pelo, como cien manos que no paraban de acosarme en un infierno placentero. Notaba el calor de tu entrepierna clavarse en mi muslo.
Y cuando tus besos culminaron en mi pecho, entre lamidos y mordiscos, entraste en mí sin desnudarme entera. Y en cada embestida sonaban los golpes contra la pared ahogados pos nuestros gemidos. Diez, veinte, treinta. Y me tiraste en tu cama de nuevo, para regocijarte en mi. Recorrías tan lento cada parte de mi anatomía, pasabas rozando mi pecho, tocándome demasiado poco, hasta que llegaste a mi secreto y penetraste con tus dedos durante unos segundos, una y otra vez. Y bajaron tus besos mientras mis gemidos se magnificaban en el silencio de la noche. Dos veces, hasta que atendiste a mis súplicas. Y entonces te volví a suplicar, cuando no me embestiste sino que decidiste entrar en mí, tres, cinco, siete veces, muy lentamente. Y, a punto de explotar, te decidiste a parar. Y otra vez más súplicas. Pero me decidí a hacer que fueras tú quien no pudiera parar, y mientras mi lengua recorría tu vello y llegaba al placer infinito, gemías suplicándome tú. Succión, lengua, lengua. Y cuando decidiste que no podía seguir follándote con mi boca, decidiste que el cabecero se llevase el resto. Nueve embestidas después los dos explotábamos a la vez, mientras se apagaban las farolas y empezaba a amanecer.
Lo
que pasó después, ni siquiera importa.
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